Jhonatan Lantigua

Abstract

The concept of identity is complicated to everyone, let alone when it is influenced by different intersecting factors such as religion and sexual orientation. In this essay I describe how, in order to survive, I had to struggle with language and identity before I could exist as a multifaceted human being. I trace the development of my relationship with being a homosexual Caribbean man, connecting my experiences to literary texts by Judith Cofer and Demetria Martínez. Being bilingual has helped me adjust to changes and thrive in the environments I have found myself in. The chameleon in the title represents the flexibility of identity—its capacity for transformation, change and growth.

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Chameleon Illustration by Jhonatan Lantigua
Illustration by Jhonatan Lantigua

Identidad. Por muchos años esa palabra representó falsedad. Nací y crecí en una familia religiosa la cual estaba obligada a observar muy de cerca nuestras acciones porque éstas definían quienes éramos. No podía tener amigos que no fueran religiosos porque eran “mundanos”. No podía celebrar ningún día de fiesta, ni siquiera mis cumpleaños, porque eran celebraciones paganas que ofendían a Dios. Era necesario que no tuviera ambiciones ni sueños de tener nada en este mundo porque iba a ser destruido. Tenía que mantener una conducta digna de nuestra identidad religiosa. Como cualquier niño, yo no le daba mucha importancia a esta idea porque fue lo que se me enseñó desde que tenía uso de razón. Pero mantener esta conducta creó una identidad genérica que nunca mostró un gramo de quien realmente yo era. Sé muy bien que esta historia (o versiones de ella) es común. Sin embargo, ésta es la historia de mis luchas con la identidad, mis intentos de entender esta palabra y sus posibilidades en mi vida.

Creo que la primera señal de que mi identidad iba a constituir un fenómeno difícil de encasillar fue el hecho de que mi madre biología no deseaba tenerme cuando estaba embarazada de mí. Su hermana mayor tomó el cargo de mi cuidado cuando yo solo tenía siete meses de nacido, ya que era un niño enfermo por negligencia de mi madre biológica. Mi abuela siempre me contaba como ella nunca quiso cargarme cuando yo era pequeño porque ella estaba segura de que yo no sobreviviría. Así, cuando yo muriera, ella no quedaría con el corazón roto por haberse encariñado profundamente conmigo. Siempre me contaba ésa y otras historias sobre mi niñez tan llena de orgullo y optimismo. Siempre me decía que yo era uno más de sus hijos, no un nieto.

Creciendo en la casa de mi abuela, experimenté mis primeras confusiones: me decían que mi tía era mi mamá pero que también lo era mi abuela, al mismo tiempo me decían que mi madre era la mujer que me trajo al mundo, la cual por mucho tiempo yo, según las historias de mi abuela, pensaba que era mi tía. Esto no constituyó en realidad un problema para mí antes de empezar la escuela, pero al ingresar a ella y ver que los demás niños tenían una sola madre y un solo padre me generó varias preguntas que en ese momento no podía ni quería dedicar mucho tiempo a tratar de entender, ya que estaba más interesado en ver muñequitos en la tele o jugar el topaó en la calle con los demás niños del vecindario.

Las crisis de identidad empezaron a llegar en mi adolescencia, un período donde me volví rebelde e imposible de comprender y controlar—¡siendo religioso y todo! Era antisocial, tímido y casi no hablaba mucho, sólo con mis pocos amigos más cercanos quienes eran también religiosos porque era recomendable que no buscara amigos ‘de afuera’ ya que estos representaban una mala influencia para mí. En ese tiempo no sabía que todo ese resentimiento desorientado que sentía, sin distinción, sin destinatario, sin identidad era el síntoma más notable de la lucha secreta que estaba librando internamente contra lo que en toda mi vida dictaba lo que habría de hablar, de oír, de hacer y hasta de sentir: la religión. Tantas veces me sentí como la escritora puertorriqueña Julia de Burgos cuando en su poema “A Julia de Burgos” escribió: “Tú eres fría muñeca de mentira social, / y yo, viril destello de la humana verdad […] Tú eres como tu mundo, egoísta / yo no; que en todo me lo juego a ser lo que soy yo” (Tapscott 265). No recuerdo cuantas veces me miré al espejo hablándole a ese chico—al que en ese tiempo no quería reconocer—con la misma potestad, rudeza y desafío con el que sentí al leer este poema.

Yo estaba convencido de que el verdadero yo estaba ahí dentro, atrapado dentro de este cuerpo que representaba una santidad hipócrita, ese chico tenía los granos que me faltaban a mí para admitir la verdad de mi identidad. Burgos, al parecer, luchaba internamente con el problema social de las diferencias entre los sexos en esos tiempos. Sabía que por la falta de poder que tenían muchas mujeres en ese entonces, muchas de ellas se veían obligadas a ser quienes no eran. Yo estuve obligado por una culpa inculcada por la religión mediante mi familia a esconder mi homosexualidad por muchos años. Creciendo en un país caribeño donde los que son como yo tienen menos poder que el que las mujeres tenían en los tiempos de Burgos, era aterrador el simple hecho de admitir a mí mismo quién era en realidad. Verdaderamente creí que mientras más me aferrara a la teología menos pensaría en mi liberación, una liberación que me cobraría un alto precio. El ‘closet’ se encogía a lo que mi crisis crecía.

La vida en ese closet, tejido de una fachada exterior de traje y corbata, fue cómoda para ese tipo miedoso y conformista, pero para el otro del espejo fue como vivir en una zona de guerra, siempre en cuenta de no pisar una mina y explotarse en mil pedacitos, a lo que seguía esperando pacientemente al momento oportuno para dar el golpe. Mi crisis de identidad fue ese golpe, pues ésta no tuvo que ver con nacionalismo, ni política, ni fronteras físicas, sino con los límites que yo permitía que me impusieran los demás. En vez de preguntar cuál era mi etnia, me pregunté quiénes eran mi verdadera familia. La discriminación racial, aunque la experimenté incluso en mi propio país todas esas veces que me decían que tenía pelo malo, que provenía de una familia cuyo apellido era sinónimo de gente loca por ridículas historias ancestrales y disparates así, nunca me afectó tanto como la discriminación de orientación sexual.

A los 21 años fue cuando llegó el momento oportuno y finalmente salí del closet. Entonces me sentí perdido, perdido en un mundo nuevo, sentí que había emigrado, no de un país a otro sino de una vida a otra donde la lucha por sobrevivir sería mucho más feroz; fue una guerra en territorio desconocido. De repente me sentí retrasado, como si hubiese perdido tanto tiempo y experiencias por haberme concentrado tanto en reprimir quien soy que me vi como un infante frente a los demás de mi edad. Por mucho tiempo busqué muchas maneras de desahogar el sentimiento tan abrumador que me llegó con estas nuevas experiencias, hasta que empecé a escribir. Tuve un diario por mucho tiempo donde describía esta transición por la que estaba pasando. Era como si finalmente hubiese tomado el timón de mi propia nave que se dirigía a una dirección errónea por tantos años y que, aunque había perdido mucho tiempo, aún no era demasiado tarde para llegar a donde debía.

Así, la escritura se convirtió para mí en el canal para derramar todas esas confusiones, revelaciones y alegrías que conllevaban el ser yo por primera vez. Poder decir con palabras lo que sentí al consolidarme fue uno de los mejores calmantes que pude haber tomado. Sentí que había ganado la primera batalla, aunque sólo para seguir luchando muchas más. Sin embargo, siempre tenía el presentimiento de que no importaba cuán brutal sería mi futuro, iba a sobrevivir, ya que el del espejo era un experto estratega en ese tipo de guerras.

Mi primera relación fue la prueba más contundente de que nací para sobrevivir. ¡El tipo era un loco! Claro, al ser la primera persona que me mostró cariño después de salir del closet no me importó mucho. Y ese error tan grande me arrojaría en una situación de la cual tuve de nuevo que esconder quien era, pero esta vez de una manera diferente. Él tenía problemas de adicción y yo tenía que mostrarme siempre firme para no dejarme mal influenciar y al mismo tiempo tratar de toda manera posible de ayudarlo. Tuve que renunciar a muchas cosas de las cuales yo disfrutaba, como tener amigos o ir a un bar. Pasé muchas vicisitudes con él, y después de tantas estadías en hospitales y conflictos en los que tuve que lidiar con policías y médicos por su descontrol, finalmente lo boté. Todos los que nos conocían expresaron lo preocupados que estaban por mí mientras estaba con él ya que pudieron ver lo destructiva que fue la relación, mientras yo era el único que no se daba cuenta de lo grave que era la situación. Luego de un año de haber estado separados y tratando de ser amigos, por insistencia de él, se suicidó al descubrir que yo estaba saliendo con otra persona. La noche en que lo hizo fue a buscarme a mi casa para hablar conmigo, pero no me encontraba. La mayoría de mis amigos y familiares me dicen que seguro fue a buscarme para matarme primero y después matarse él, así como un caso de crimen pasional o algo parecido. Por primera vez me llamaron sobreviviente. Al escucharlos llamarme así me puso los pies en el suelo y finalmente entendí que mi identidad no se definía tampoco por mi orientación sexual, era un concepto más profundo que tenía que ver con la habilidad de sobrevivir.

Durante todo eso lo que más me ayudó a asimilar la sensación de culpa, de confusión y frustración no fueron las charlas con la consejera que me venía a ver dos veces a la semana, ni los antidepresivos, sino el escribir. En cuanto al uso del lenguaje, me sentía como describe la autora chicana Demetria Martínez en su poema “Fragmentos/Fragments”: ‘Sometimes frightened, I run back to the familiar streets of English. / […] But most of the time, I use it. / I do not always like what I have become in this tongue” (Stavans 2302). Él era blanco, de aquí, y tenía que hablarle en inglés, por eso sentía que todo lo insano que surgió de esa relación estaba involucrado con el idioma. Sentía a veces que escribir en español preservaba el juicio que aún me quedaba después de aprender a discutir, a delegar, evadir y hasta sobrevivir la relación usando el inglés.

Cuando escribía lo hacía en español para poder recordarme de ese chico que me hablaba en el espejo, a ese que una vez más lo había vuelto a esconder en el espejo por temor de que jodiera la relación y me hiciera perder la única fuente de amor iluso que tenía, aunque fuera toxica. Él tenía el valor que me faltaba para acabar la relación desde el principio como debí hacerlo. Otra vez, llegué a detestar quien era: miedoso, débil e hipócrita, siempre pretendiendo que todo estaba bien cuando sólo sufría por dentro.

Un día cuando estaba en una clase de sociología que tomé años después, el profe nos explicaba las diferentes facetas del concepto de la identidad, y ahí fue cuando me llegó: entendí un punto que ayudó a aclarar varias de mis acciones basadas en mi crisis de identidad. Aprendí que todos tenemos diferentes capas de identidad dependiendo con quien estemos. Aprendí que la identidad no es algo singular y concreto, al contrario de lo que me enseñaban cuando era niño. Las cualidades que parecían convertirme en otra persona eran solo colores que podía utilizar como un camaleón para ajustarme a diferentes situaciones. Es posible, entonces, cambiar de posición con ese chico del espejo y regresar. Nosotros dos somos seres legítimos, y parciales. Esto fue una revelación importante para poder sobrevivir la constante fricción familiar donde esa habilidad marca la línea entre guerra y tregua.

El uso de los idiomas solo es un aspecto más de esta funcionalidad; siendo un hombre homosexual caribeño, es importante tanto para el cobarde y el chico del espejo poder mantener una comunicación interna entre los dos. Así podemos mantener ese puente de sanidad que nos mantiene entero. El español nos mantiene enraizados a nuestro origen, donde nos refugiamos cada vez que nos sentimos derrotados mientras el inglés nos jala de nuevo a la superficie donde tenemos que seguir luchando. Vista claramente, mi identidad es cambiante como la de un camaleón; tengo la libertad de ser quien quiera ser sin perder de vista cualquiera que sea mi meta.

Como en el poema de la autora puertorriqueña Judith Cofer, “El camaleón”, yo atrapé este camaleón y lo puse en lugares diferentes (Stavans 1905-6). Mi identidad transciende desde closets oscuros, pasa por espejos luminosos, y usa las lenguas como herramientas para seguir evolucionando. Mi identidad es por siempre cambiante y se reproduce: primero el cobarde, luego el chico del espejo y ahora el adulto. Ahora con el escudo del español y la espada del inglés, nosotros andamos juntos, listos para las próximas transformaciones.

  • Stavans, Ilan, and Edna Acosta-Belén. The Norton Anthology of Latino Literature. New York: W.W. Norton, 2011.
  • Tapscott, Stephen. Twentieth-century Latin American Poetry: A Bilingual Anthology. Austin, Tex: University of Texas Press, 2000.

My name is Jhonatan Lantigua, I am a Dominican immigrant. I was brought to the US by my family when I was 17 years of age. I did most of my schooling in the Dominican Republic until I came to the US where I completed my last year of high school, giving me educational experience from both cultures. Now I have a Bachelor’s Degree in Spanish from the University of Massachusetts Lowell. I hope to become a Spanish teacher someday. Currently I am the manager, official translator and production assistant at a media production company. Being a transnational citizen has been one of the greatest things I have been able to experience. I have had the opportunity to see many things from different perspectives and learned not to take things for granted. I believe languages are the best ways to promote cultural tolerance and that is why I want to be able to do my part in teaching other people the languages I know and have become so fond of. My goal is to help people cultivate tolerance toward each other in such a divided world.